17/3/11

Historiografía de Amadeo Brañas

(Dedicado a Eduardo Villagrán con motivo de la presentación de su libro Amadeo Brañas, historiógrafo)

No he visto a Amadeo desde que lo asaltaron y decidió vivir por un tiempo con sus ahorros, exactamente desde esa última borrachera en el Portalito, en la que hasta el chino de la tienda llegó.

Pero no se me salió de la cabeza una de sus últimas frases al despedirse: quería escribir su propia historia bonita y comenzar…

Yo, por mi lado, estaba un poco harto del quiosco y más aún de la Capital. Quería regresar a Sololá y pasar, a mi vez, unos meses viviendo de mis ahorros y la remesita que manda mi hijo desde los Estados. Llegué a casa de mi hermano, quien acababa de construir un cuartito con baño, y un pasillo con una hamaca y algunas macetas de nueve noventa y nueve con flores rebosantes de vida. Como si mi estancia en Guate y mi perseverancia durante los últimos quince años me hiciera merecedor de mimos y alcahueterías, tomé el encantador cuartito desde el que podría ver el lago cada atardecer y dedicarme a algo inusual.

Fue entonces que lo decidí: escribiría esta historia bonita de Amadeo, por si algún día lo vuelvo a ver, para constatar si yo, a mi vez, hubiera tenido talento para inventar patrañas.

Con los excepcionales niveles de imaginación que se le generaron mientras estuvo amarrado a la pila, en La Parroquia, y con la excepcional educación que su generación pudo obtener del Central en aquella época, Amadeo Brañas, quien nunca supimos si era pariente de César Brañas en verdad o fueron solo patrañas, se convirtió en un hombre de bien, trabajador y atrevido, lo que lo llevó de empacar libros en una editorial, a dar clases en Bellas Artes, escribir para un periódico y crear un grupo de idealistas que estaban convencidos de que los conflictos de Guatemala no debían componerse desde las armas. Con ellos, publicaban periódicamente en las páginas de un periódico importante.

Los talentos de Amadeo no pasaron desapercibidos a los ojos de editores, quienes ansiosos de buenos creadores de patrañas jugaron una guerra bajo la mesa para negociar quién lo contrataba. Finalmente hubo un editor que logró convencerle de venir a sus páginas y hacerse cargo del horóscopo, siendo su acierto tal, que el éxito enrome obtenido lo obligó a independizarse y crear su propio bufete de historiografía, toda una innovación en el mercado local.

Es cierto que Arzú aun no componía la sexta, pero el encanto del Pasaje Rubio hacía a Amadeo sentir como si estuviera trabajando en la mismísima París y la cosa le iba bien, tan bien que pudo preservar, no si una gran dosis de inteligencia, algunos ahorritos que le dieron la libertad de retirarse a un año sabático.

Durante ese tiempo de ocio decidió dejar de escribir y lanzarse al mundo a buscar su propia historia. Bueno, “el mundo”, se dice en sentido figurado, porque una vez juró que nunca dejaría su patria a merced de los tiranos. Seguro de que no abandonaría Guatemala, dedicó su vida a forjar destreza en su trabajo, a buscar la excelencia y no estimó ético lucrar de sobremanera con su oficio.

Finalmente decidió que no quería pasar ese año en la Capital, pues su vida había girado siempre ahí y, aunque en alguna ocasión vacación con la Zoila, nunca disfrutó verdaderamente del sabor del interior. Se fue a Livingston y alquiló una habitación de hotel en efectivo, por cuatro meses.

Llevaba dos semanas de sol y lectura (porque de sus libros no se pudo separar) cuando se le acercó el negro de la agencia de viajes, a quién había conocido cuando buscaba un tur para ir con algunos gringos a buscar manatíes. Robert, el Negro, le dijo que necesitaba una persona madura para atender la oficina, alguien con dominio de “mundo”, y que a él, a Amadeo, le resplandecía ese talento.

Eso del dominio de “mundo” le encantó y aceptó el trabajo, pues lo imaginó como la excusa ideal para pasar días enteros echado la hueva en la calle principal, viendo pasar negras y gringas y más negras y más gringas… y de vez en cuando también atendiendo a parejas de israelitas que buscaran algo más barato.

Y así fue. Conoció muchísima gente y le agarró gusto al gifiti, ahora que ya no podía planearse las cómodas chibolas del Portalito, a unos pasos de su bufete. Hizo amistad con el supervisor municipal de educación, por lo que a los pocos meses ya se había acomodado en lo mejor de la sociedad de aquel poblado en el caribe.

Robert, el negro que le ofreció el empleo, le advirtió que a mediados de marzo siempre viene el dueño, por lo que en esas fechas hay mantener todo pulcro.

Amadeo no era un adolescente desordenado sino todo lo contrario, por lo que consiguió transformar una oficina mal parada en un verdadero centro de atención al visitante, con el mejor servicio de conexiones interdepartamentales y los turs más sobresaliente de la oferta local.

Cuando mister Steven llegó en marzo, quedó tan agradecido que lo invitó a descansar el fin de semana en su chalet de Punta de Manabique, gesto que Amadeo no despreció pues lo consideró merecido y muy ajustado a su nivel, además que el mister se veía generoso y bonachón.

Ese fin de semana cambió la vida de Amadeo Brañas. Llegaron, abrieron una cerveza y escucharon un ruido de avioneta.

-Vamos –le dijo- ahí viene mi amigo Charles en su hidroplano, vamos a darles la bienvenida.

La avioneta aparcó en el muelle que, dicho sea de paso, estaba ubicado en el fondo de una exquisita bahía selvática, quebrando una delicada playa de arena blanca que no hacía daño a los pies. Apagó sus motores y descendió, primero, una mujer adulta que parecía nuestra abuela; luego aparecieron las largas piernas de Charles y por último, como momento salido de una ficción aburrida, apareció Vanesa, la misma muchacha que tantas veces visitó a Amadeo en su bufete. Después de probar suerte en la aviación con una práctica pero comprometedora forma de inducción, que consistía en acostarse con sus posibles tutores para ganar el favor, Vanesa se casó con un gringo pistudo que la llevó ese día hasta Punta de Manabique.

Cuando Amadeo la vio, sintió como las piernas se le aguadaban y el sudor se le multiplicaba en la frente.

¡Vanesa! Pensó, y se quiso ver formando parte de un capítulo de la Isla de la Fantasía, en el que se imaginó corriendo a reunirse a medio muelle en un abrazo, levantándola en peso y dando tres vueltecitas con los cabellos sacudidos por el viento.

Pero ella, fríamente, le guiñó el ojo como para hacerle entender que mas valía fingir que no se conocían. Amadeo aceptó el mensaje y creyó comprender que el tal Charles sería un machista celoso. De esa forma, guardó su compostura y se les acercó a saludar como todo un caballero, presentándose con su nombre a secas.

Esa noche fue noche de copas y antes del zenit lunar, ya nadie podía mantener el equilibrio. Charles dobló roncando en el sillón y Vanesa, con el último botón de la blusa desabrochado, enseñaba ese puente blanco que unía dos molletes recién horneados y que Amadeo recordó perfectamente, con los nervios a punto de estallar.

Vanesa rompió en llanto y lo jaló hasta el muelle para luego montarlo en el hidroplano. Cerró la puerta y le explicó que el tal Charles la tenía casi raptada, le suplicó que la acompañara y que huyeran a Isla de Maíz, que ella ya era piloto profesional y que tenían combustible. Como Amadeo se negó por considerar aquella idea algo descabellado, Vanesa se volteó y abrió una maleta, igual a otras tres que yacían apoyadas en la parte trasera de la cabina. Contenía fajos de dólares, como esos que se ven en las películas, y pareció el momento ideal para, ahora sí, mandar a la punta los ideas y huir con ese regalo que Dios, Maximón, San Pascual o saber quién le había mandado.

Se fueron, por descabellada que suene la historia, y pusieron un hotel en Isla de Maíz donde criaron una niña de rulos azabaches. Nunca la justicia los buscó ni Amadeo se preocupó más por ser un buen guatemalteco.

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