En
días grises, los del invierno necio, viene la ansiedad de salir,
cambiar de temperatura y permitir que las pestañas no se cierren al
amanecer, porque hay camino por seguir. Animado por el apasionante prólogo que J. Bravo dedicara a La noche de los olvidos,
de Fuentes Rosal, en donde se emancipa la anticuada percepción del
turismo de expedición, que juzgaba a sus practicantes como excéntricos,
gente egoísta o tontos, me lanzo al viaje.
Tal prólogo analiza casi psicomágicamente a Pingo, el amante del olvido
en la novela de Fuentes –valga decir que J. Bravo se armó con
increíbles datos biográficos del autor, así como con la magnífica tesis
sobre los pueblos humayas, de la antropóloga francesa Ana Demulder,
hallada cual tesoro escondido en uno de sus fríos viajes a Galway, en
los estudios humayas que compartió entre la de allí y la Tridity College-.
Pingo
compró la moto y sorprendió a todos con su fuga, una huida casi
criminal que repercutió en intensa búsqueda por parte de los cuerpos de
socorro y conocidos radioaficionados. Pasado un
año, una tía lo reconoció en la televisión, en una toma que documentaba
el público de un concierto en Panamá. Y luego nada. Años y nada.
Pingo
tenía ansias de camino y J. Bravo las justifica con las insuficiencias
emocionales padecidas por Fuentes en su infancia (y prácticamente el
resto de su vida).
Tomo el vuelo a tiempo, vaya rutina con olor aséptico que casi hace surrealista el hecho de viajar. Entrás
en Guatemala en una caja de vidrios con amplias salas alfombradas y
subís a un avión del que salís en una caja de vidrios con amplias salas
alfombradas, pero en Ciudad del Cabo. Y las once horas olieron igual.
Entre tanta homogeneidad la mente sigue ansiosa y perderme en mis pensamientos no es cosa difícil.
Fuentes
Rosal no hubiera podido, ni con diez novelas, lograr sembrar en mí el
impulso necesario como lo hicieron J. Bravo y el énfasis en la medicina
que, a su criterio, era la búsqueda subconsciente de Pingo al viajar
Cualtzapíte.
A diferencia de Pingo, yo voy muy leído. Como
una obsesión que puede llevar “a las fauces mismas de la fiebre del
purgatorio” me introduje en los estudios de Humbistz sobre las
alucinaciones que los humayas experimentaban al entrar en las chozas traslúcidas que centran cada una de sus comunidades. Sólo en Cualtzapíte existen unas quince chozas de éstas, que centran la actividad política, social y religiosa. Es en la bautizada como Ahuruqui sumpi o Pasadizo profundo, donde tengo mi destino.
Destino.
J. Bravo afirmó: Pingo viene sin saber el por qué real. Viene con la intuición pura, la voluntad del destino. Pingo
ha aprendido a escuchar su corazón. Se ha vuelto el hechicero de esa
magia desprestigiada por Solmero, James y cuantos otros superacionistas que se arrogan la potestad de convencerte sobre uno u otro camino.
Al final, estoy conforme con la manera en que sucede todo. No puedo pedir más.
La
concentración energética de la choza sólo se puede comparar con la
vasta frase de Guillini cuando afirma que “la única realidad es la que
te para los pelos”. Y así como J. Bravo concluye
su prólogo yo llego a este dramático final: Pingo demuestra que lo único
prohibido en su vida es evadir su propia y profunda voluntad.
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