
Luego alumbró el sol y el frío se despidió. Poco a poco se deshielaron sus piramidales pies, y sus manos. Poco a poco se incorporó y saucudió las hierbas que le crecían entre el pecho, y la orquidea que poco a poco se enraizaba entre su pelo largo.
Sacudió todo cuanto le cubría, incluso los últimos rescajos de hielo. Resolvió olvidar su propia muerte y lanzarse al camino que lo llevaría con su princesa, aunque ella no lo sabía. Y se tiño de negro la piel para cruzar el bosque. Y se tiñó de rojo la piel para cruzar la ciudad. Y se tiñó de azul la piel para cruzar el lago. Y se tiñó de verde la piel para colarse entre las ramas del viejo sauce que estaban por talar. Y se tiñó de beige la piel para colarse entre la leña. Y llegó temprano al palacio, a la alcoba de su princesa, convertido en palos y yesca. Y se tiñó la piel de amarillo para colarse en el fuego. Y se quitó el color de la piel para mezclarse con el aire.
Y se arrancó centímetro a centímetro la piel quemada para colarse en la respiración de la pobre ingrata.
Y fue expirado, y se convirtió en alimento para la yedra entrometida que aferraba sus tentáculos en la ventana de la torre.
Y bajó y se hizo raiz. Y se hizo tierra. Y la princesa murió y fue entarrada en un ataud verde, en el sitio preciso en que, en algún tiempo, floreció un gran sauce llorón.
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